En una conversación de desayuno, frente al mar, negada la visión de Tabarca por una niebla baja que recorre el horizonte ajena, a la luz del sol que llena todo, dejo caer sobre el café con leche, junto al edulcorante, el convencimiento de que a estas alturas de la vida, a uno le invaden la melancolía y el escepticismo. «La nostalgia no?», me pregunta ella. No, rotundamente no. La nostalgia es un virus y mejor permanecer alejado de él. Nostalgiar es negar. Nostalgiar es añorar. Nostalgia es un vacío que por muy dulce que parezca, anonada.
«¿Entonces melancolía?» Claro que si, cuando todo se desdibuja y la memoria empieza a hacer trampas, a tomarse su tiempo, a funcionar a su ritmo con la desvergüenza de la independencia, la melancolía es una dulce postración en lo etéreo; tristeza vaga y profunda, dice el diccionario que es. Años atrás era la bilis negra, una profunda actitud enrabietada, una manera de ser insoportable para los otros. Hoy se la tiene por otra cosa, mejor sin duda.
«¿Y eso?», me pregunta ella. Escepticismo, sigo yo es,porque nada y casi nadie parecen cosas dignas de ser tomado en serio y por lo tanto resulta muy cuesta arriba practicar el difícil arte de la credulidad. Basta, le digo, con ojear los titulares de la prensa cada mañana. «¿Es eso lo que te pasa hoy?» Si, le contesto, pienso que hoy y el resto de mi vida, pero ella piensa que es por que tal vez me haya despertado con el humor cambiado
Tomo un sorbo de café con leche. La miro a ella, y al mar después, y pienso que hay pocas cosas que merezcan ser tomadas en serio. Solo las certidumbres que permanecen; unas cuantas, ya quedan pocas.