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Nací en 1944, con los campos de exterminio a pleno rendimiento. Crecí con el conocimiento de esa realidad, porque mi padre era muy sensible a la atrocidad de la guerra mundial y había guardado recortes de prensa y posteriormente literatura y documentación. Con diez años ya conocía lo que había sido el Holocausto. La imagen de la muerte atroz no me era ajena y me ha acompañado siempre. A través de los medios de comunicación, especialmente de Life y de Paris Match, en aquella España de mi niñez, la de los 50, yo tenía acceso libre a la visión del mundo. La muerte atroz de millones de seres humanos en centenares o miles de guerras es la marca de identidad del siglo XX.
Teodor W. Adorno dijo que después de Auschwitz no se podría escribir poesía; se escribió, y mucha. No puede o no debe el horror, abortar la expresión poética. En unas declaraciones finalizada la contienda, Heidegger dijo que Austwitz había sido el punto final de la tecnología. En cierta manera tenía razón aunque no puede el horror, acabar con el desarrollo tecnológico. Ni debe. Auschwitz ha quedado como la ejemplarización del Holocausto, entendiendo a este como la aniquilación programada de diversos grupos nacionales, raciales, e intelectuales (lo que incluye a simples ciudadanos). Se convierte por derecho propio en el símbolo ejemplar, la medida exacta del desarrollo organizativo y alcance técnico que se puso en marcha en la Conferencia de Wanssee.
«La agricultura es ahora una industria alimentaria motorizada, en cuanto a su esencia lo mismo que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y los campos de exterminio, lo mismo que el bloqueo y la reducción de países al hambre, lo mismo que la fabricación de bombas de hidrógeno”.