Un encuentro casual

Hace años, en una mudanza, perdí uno de mis libros. Lo busqué repetidas veces tomo por tomo y no di con él. Fue una pérdida particularmente dolorosa porque se trataba de las «Vidas» de Antonio Palomino. Es este un libro especial de suma importancia que ocupa entre los míos espacio junto a «Las Vidas» de Giorgio Vasari,al «Arte de la Pintura» De Francisco Pacheco y otros más relacionadoscon por el tema.

No se trataba de un ejemplar especial de la primera o segunda edición, el libro original se publicó en 1724, sino que el mío se trataba de una edición de Alianza Forma publicada en 1986 en edición de Nina Ayala Mallory. Yo perdí el mío alrededor de 2015 ó 2016, no se de que manera. Préstamo no, pues del estilo de este no hago prestamos y si puedo de evitarlo de otros tampoco. No recuerdo cuando lo compré, pero sería por la fecha de su aparición.

La historia empezó a producirse para la narración, en el momento en que decidí comprarlo de nuevo y no lo encontré. Ya no en librerías de importancia por sus fondos y relaciones, sino tampoco en librerías de lance. Imposible, estaba totalmente agotado. Me dirigí a las grandes organizaciones de venta online y el resultado fue el mismo. En mi biblioteca había quedado un vacío que mantuve físicamente convencido, de que algún día Palomino y yo volveríamos a encontrarnos. De vez en cuando hacia una ronda de búsquedas sin resultado y me conformaba.

Hasta que hace menos de un año recibí la oferta de una librería de lance y de nuevo, domiciliada en San Vicente del Raspeig, a menos de 20 kilómetros de mi casa actual. Acepté el precio y en dos días el libro estaba en su hueco, junto al Vasari, mirando de reojo a Pacheco, el suegro del pintor Velazquez.

El libro estaba muy nuevo, conservaba la forma rígida y la consistencia del bloque rectangular, se había leído, pero no mucho, las páginas tendían todavía a cerrarse, y de pasada vi que su antiguo propietario tenía la costumbre de señalar las zonas de interés de su lectura, un rotulador amarillo, fino, de trazo cuidado, bien recto. En la portada, con letra menuda, ordenada, de trazo fino y claro y lectura fácil, aparecía el nombre del propietario, que no citaré y una localización y dotación precisa: Murcia, 2 de junio de 1987.

Como he escrito más arriba, el libro lleva como fecha de publicación el año de 1986 lo que enseguida pensé que había sido comprado muy cerca de la fecha de aparición en librerías y que por una costumbre bastante extendida que yo no tengo, algunos señalan con su escritura la fecha de la compra y a veces el lugar. En este caso también el nombre..

He consultado el libro muchas veces por puro placer, pues detrás de un nombre o de una referencia primera, algo llama la atención, despierta la curiosidad y te obliga una pista por los índices hasta llegar al objetivo. Así conocí a Luis Tristán, pintor de la escuela toledana influenciado y mucho por el estilo de El Greco. Sólo soy aficionado y mucho y curioso y todo.

Hace muy poco tiempo me dio por seguir el trazado de las señales de lectura de este libro, como he dicho, hechas en amarillo, cuidadosamente hechas digo yo. Vi que todas las marcas estaban referidas a Diego Velazquez, pintor y personaje por el que tengo gran afición y más aún, enorme admiración. Fui siguiendo las señales que como las migas de pan del Pulgarcito del cuento me hablaba claramente de los intereses del antiguo propietario. En un momento dado llegué a pensar que estaba persiguiendo a una sombra, que por encima del hombro esta curioseando lo que aquel otro leía. Muchas sino todas aquella marcas señalando diversos asuntos de interés me decían que teníamos una curiosidad común, en territorios comunes. Recordé entonces su nombre escrito pulcramente en la segunda página y fue allí. Y de allí fue la pantalla de mi ordenador e indagué hasta saber de que se trataba de un arquitecto, hombre notable vinculado a la comunidad cultural y políticamente, fallecido en 2009.

Repasé las señales de él en las páginas, bastantes, dedicada a Velazquez. Cabe decir como inciso que el mismo Palomino fue pintor de Corte. En mi lectura sobre el rastro de lo leído y señalado por el primer lector, el arquitecto, tuve la sensación de mantener con él una conversión en susurros, viendo que yo me alimentaba de sus dudas, de unas si y de otras y algunas brotaban nuevas preguntas o sorpresas.

Me da por pensar ahora que este libro bien cuidado, con varias páginas señaladas en amarillo, a medio consultar, habrá llegado hasta mí después de una liquidación de la biblioteca de alguien que se ha ido, como si se tratara de un préstamo. En la vida de este libro de Alianza Forma, pesará de aquí a unos años, una nueva separación, una liquidación de libros, un despiece de la biblioteca, y una gran soledad en silencio.

Es que, pienso, es una gran tristeza no poder llevarte tus libros más allá de la muerte.

Una escalera industrial

¿Que es lo que parece y no es? ¿La realidad en una fotografía? Todo tal como fue, como es. ¿Un ejercicio estético producto de la creación? No, desde luego, demasiado vago, inconcreto, in objetivo. . ¿Y una vaga mirada sobre las cosas y su memoria? ¿O el ensueño, regusto romántico de acuarela? ¿Lo que sugiere el inconsciente en presencia de algo que no es enteramente nuestro y negamos a los otros, cargados de rencor o de envidia? Todo es tan vago, tan banal… De tantas fotografías como he hecho, pocas me pertenecen. Esta es una.

Fotografía y realidad tienen un acuerdo de conllevanza frágil y engañador, porque ¿cuál es la garantía de estarla viendo en su cabal aridez o en su despampanante belleza? ¿Y porqué debería a ser así? ¿Cuales son las claves para comprenderla? ¿Y para identificarla? ¿O para convivir con ella? O para aceptar que la emoción que nos ofrece es legítima, o sea, fruto del sentimiento. Tampoco hay nada que garantice que la realidad que visualizamos cargando nuestra mirada de prejuicios hijos de la cultura y del sentimentalismo, vaya a ser paralela y fiel a la realidad histórica. ¿Quien puede asegurar que una simple mirada, al paso, de una fotografía pudiera ofrecer el conocimiento impecable de la realidad fotográfica por su discutible «permanente presencia inalterable». Creeremos que mostrará lo que fue, pero lo que realmente resulta demoledor es que sigue día tras día mostrando lo que lo que nosotros vamos siendo al mirarla de nuevo. Entonces todo está cambiado, y sigue cambiando.

Ahí tenemos la escalera, tan banal que nunca ha llamado la atención , o si, pero en la intimidad del mundo incapaz de conectarnos con otras experiencias semejantes en otros sujetos. Tal vez me refiera a la voluntad de encontrar lo diferente que en resumidas cuentas pueda albergar un significante tan obvio como el que proyecta una escalera de hierro, cabalmente diseñada dentro del canon estético de la modernidad arquitectónica industrial. Y sin embargo hay algo.

Pues ni en el momento mismo de acercarse a la ella, adosada al muro y trazando el camino hacia el cielo otoñal entre las ráfagas de viento otoñal y en el ámbito matinal de un domingo otoñal, como el ánimo asimismo otoñal que nos protege, ni en ese momento en que la escalera ha cumplido el dictado de Sartre y se ha mostrado, ha apelado al fotógrafo que no estaba buscando una escalera, se ha situado ante él y le ha retado a mirarla, probablemente a reconocerla, una situación parecida a la del perro que mira lastimero al peatón que cruza ante él y trata de ponerse en su camino, ni siquiera en ese momento el fotógrafo ha reconocido en la escalera la realidad pura de la estructura metálica adosada al muro estilizado que la soporta con su fortaleza. Porque si le ha parecido atractiva, sugerente, incluso bella si podemos tomar esa palabra en vano, y ya es atrevimiento, pero hagámoslo, entonces podría ser que esta fabrica textil no es una fábrica textil ni la escalera es una vulgar escalera industrial bien concebida, eso si, con la carga explosiva en su revelación de exigirnos, exigirme, que rinda culto a su presencia, ahora que la veo de otra manera, que se ha borrado en un instante su banalidad.

 Esta escalera es ahora, en realidad presente, este fragmento de escalera que no nos enseña más que un espacio pudoroso y recatado detrás de unas columnas indefinidas. ¿Son columnas? Ora se esconde, ora aparece, ora se muestra, se encarama entre disimulos de la luz y el forzado neutro de la gama de grises. Las columnas forman una bien diseñada empalizada y sin o con intención la ocultan a medias, o menos, o a veces más.. Es visible para todos, pero se recata y todos la ven sin mirarla, tal vez la adivinan, o la miran sin reparar en ella, o reparan en ella y la fotografían, o la fotografían aplicando su manera de mirar y ver que tiene, que resume el lento aprendizaje de ver y vivir… Tal vez incluso pueda llamarse estilo eso que el impulso del dedo sobre el pulsador desencadena en un proceso digital. Este fotógrafo la fotografía, ¿qué otra cosa puede hacer? El arquitecto, el padre creador del artefacto, es totalmente ajeno a todo esto.

Fotografiar es reconocer y narrar el reconocimiento. Revelar es la bella palabra con la que la fotografía calificó el proceso técnico de sacar a la luz del día el contenido del negativo en celuloide, para verlo adecuadamente fiel a la “realidad” sobre papel. Ninguna palabra más acertada que “revelar” para mostrar lo que fue la mirada. Una revelación a dos, de la escalera que se revela, se muestra, y del fotógrafo que la mira y la ve y la toma. Ahora el turno es de la obra acabada, emergiendo en sombras en el líquido transparente teñido del rojo pancromático. Hoy el proceso digital es menos mágico, porque nada podrá sustituir a la luz roja del laboratorio y a las sombras grises que van aflorando desde la nada en la superficie del papel, nada como ese instante, ciertamente, pero el lo digital permite trastear con La Luz con mucha más libertad que lo analógico, acentuar los gestos, borrar las arrugas, dar con el sujeto de la fotografía todavía escondido, buscarle el perfil de la sonrisa… 

En cada acto de este reconocimiento la escalera de Torrellano sale de su “permanencia oscura” y al poco vuelve a caer en ella. Lo escribió Sartre y me cambió la vida porque comprendí el poder de la mirada.1 Cada uno por sí, al fotografiar hará lo que pueda, aquello a lo que alcance para traducir el encuentro, significarlo, intentarlo, tratar de hacer lo correcto y aportar al acto de mostrarse por parte de la escalera, el del asombro que produce en el fotógrafo la visión de lo “revelado”. No hay mayor tópico en insistir que todo fotógrafo trata de mostrar el espacio y el tiempo, no para este que escribe. Lo que cuenta es la transformación trascendente de una escalera, por medio del estilo, del largo aprendizaje de mirar “a su manera”, en otra escalera cuya imagen ha viajado hacia el interior inconsciente para descubrir el oscuro secreto de la atracción. No siempre se consigue.

Hay que remontar años, viajar por hacia atrás y volver al hoy y verse, recordarse es verse en una fotografía, que es la memoria, subiendo cogido de la mano de un marinero estadounidense, que afectuosamente le habla en inglés que el niño no comprende. Tiene unos diez años. Suben por la escalera desde el hangar de aviones del Coral Sea, portaaviones de la armada de los EEUU, hacia la plataforma elevadora que les dejará en el aire libre de la pista de despegue en cubierta. El niño que haría con el tiempo fotografías tiró de la mano del marinero y cuando este le miró, señalo las barras o galones en su manga blanca, él niño pensaba que aquel joven era un oficial al mando, un héroe de cine, y le pregunto emocionadamente, ”¿Capitán?” como si se tratara de una escena de, por ejemplo, “Puente de mando”, con un convincente Gary Coper. El marinero pensó mientras el elevador ascendía y en el recuadro del cielo azul se empezaban a mostrarse los aviones al sol formados en cubierta. Cuando vino a comprender la pregunta y esto es interpretación, rió y dijo varias veces, ¡No. no. no. no!…! NO era, no sería nunca capitán, tal vez. Y le dio al niño un cariñoso cachete en la nuca.

En realidad estas fotografías se hicieron hace setenta años más o menos.

1 Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. 

Sartre. ¿Que es la literatura?

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